jueves, 5 de agosto de 2021

Aire Frío [Cómic | Cuento | Reseña]

 Aire Frío.
H.P. Lovecraft.
Narrativa Completa Vol. I
Colecciones Valdemar Gótica LXII


El propio autor confesó más tarde [carta a Henry Kuttner del 29 de julio de 1936, en Letters to Henry Kuttner; Necronomicon Press, 1990, pág. 21] que la inspiración para este cuento no le vino, como era de esperar, del relato de Poe «La verdad sobre el caso del señor Valdemar», sino de «La novela del polvo blanco» de Arthur Machen.


¡Que difícil es encontrar un lugar decente en la gran manzana!
Y lo aprendí por las malas: encontre un mal pagado y aburrido trabajo en una revista y la única manera  de poder vivir en la ciudad era en un departamento de más o menos buen ver en un edificio de cuatro pisos que fácilmente data de 1850.
Quien regentea el edificio es una desalineada española de apellido Herrera y el resto de los huespedes de la misma nacionalidad, callados y que no se meten en problemas. Solo el sonido constante de los autos al pasar podrían llegar a ser una molestia.


Pasadas las primeras tres semanas, relativamente calmadas, ocurrió el primer incidente extraño: del techo de mi cuarto cayeron unas cuantas gotas acompañadas de olor cáustico del amoniaco. Asi que corrí a la planta baja para decirle a patrona lo que estaba sucediendo.




Me comento que quien vivía arriba de mi era el doctor Muñoz, hábil en su ramo y que en su momento ayudo de manera muy profesional a un joven fontanero que se había dislocado un hombro, solo que ahora ya no ejerce. Subio de manera inmediata y el goteo ceso.
Comence a preguntarme en que consistía la extraña enfermedad que sufria el doctor Muñoz, que le obligaban a permanecer encerrado y a bajas temperaturas.
Nunca lo habría conocido de no ser por un ataque al corazón, que me obligo a subir a rastras las escaleras en búsqueda de ayuda experta. Toque debilmente la puerta.



La puerta se abrió y el doctor Muñoz pregunto en un correcto inglés mientras una rafaga de aire frío me recibia. Descubri que el cuarto que se encontraba encima del mio pertenecia a su laboratorio y que el resto del departamento estaba amueblado con buen gusto, estaba claro que el doctor era una persona de buena cuna, educada y con criterio.


La figura que tenía ante mí era de baja estatura, pero exquisitamente bien proporcionada, y vestía un traje bastante formal de excelente corte y hechura. Un rostro noble y de expresión firme, aunque no arrogante, adornado por una barba corta de un gris acerado, y unos anticuados anteojos que resguardaban unos grandes ojos negros y coronaban una nariz aguileña, daban un toque moruno a una fisonomía predominantemente celtibérica. El cabello espeso y bien cortado que revelaba la visita regular al barbero, estaba graciosamente peinado a raya por encima de una frente alta; su aspecto general, en suma, era el de alguien que poseía una inteligencia aguda y una sangre y crianza superior.

Sin embargo, no paso desapercibido para mi la extrema palidez de su rostro y la frialdad de sus manos, que en ese momento achaque a su enfermedad.
El desagrado inicial paso con el correr del tiempo a convertirse en admiración, al sostener frecuentes y largas platicas de su vida pasada, sobre todo en la manera en que un colega suyo cayo ante el enemigo de todo medico.
De la admiración pase al compromiso por los cuidados que me brindo.



A medida que las semanas pasaban era claro que la salud del buen doctor se estaba resintiendo.
Se hizo aficionado a las grandes cantidades de incienso, que no lograban ocultar un olor particular, muy propio del departamento. Comprendí que ese olor estaba relacionado con su extraña enfermedad. Dejo de tomar las diferentes comidas diarias, que eran de total formalidad para él y tal parecía que solo el poder la mente lo salvaria del colapso definitivo.
A ultimas fechas y a pesar del coraje y animo de las acciones que emprende, su cuerpo se ve cada vez más pálido y esquelético. El aspecto y la voz del doctor Muñoz se volvieron absolutamente espantosos, y su compañía era casi insoportable.


A mediados de octubre sobrevino el terror mas abyecto de manera repentina. Una noche, a eso de las once, se rompió la bomba de la máquina de refrigeración, y al cabo de tres horas el proceso de enfriamiento por medio del amoniaco cesó por completo. La rabia y el miedo del moribundo ermitaño adquirieron proporciones grotescas, y daba la sensación de que lo que quedaba de su debilitado físico fuera a derrumbarse de un momento a otro; en cierto momento se echó las manos a los ojos y corrió precipitadamente hacia el baño tras sufrir un espasmo. Cuando salió tenía un vendaje alrededor de la cabeza, andaba a tientas y ya no volví a verle los ojos.




El frío que reinaba en el apartamento había empezado a disminuir de manera evidente y a eso de las cinco de la madrugada el doctor se retiró al cuarto de baño tras pedirme que le procurara todo el hielo que pudiera conseguir en las tiendas y cafeterías nocturnas. Cada vez que regresaba de mis excursiones, a veces bastante descorazonadoras, y dejaba el botín frente a la puerta cerrada del baño, podía oír un chapoteo incesante que procedía del interior y una voz espesa y cascada que gritaba: «¡Más! ¡Más!»


Tuve que contratar a un haragán malencarado que encontré en la esquina de la Octava Avenida para que se ocupara de suministrar al paciente el hielo de una pequeña tienda que le enseñé, mientras yo me aplicaba diligentemente a la tarea de encontrar un pistón para la bomba y a alguien competente que fuera capaz de instalarlo. La misión parecía interminable, y casi llegué a enrabietarme tanto como mi huraño vecino al ver cómo pasaban las horas corriendo de un lado para otro, apenas sin aliento y totalmente en ayunas, haciendo una llamada tras otra sin ningún resultado y llevando a cabo un agotador rastreo, por metro o en taxi, de todos los lugares imaginables. A eso de las doce di con un almacén de repuestos en las afueras donde tenían lo que buscaba, y aproximadamente a la una y media llegué a la pensión con todos los repuestos necesarios y dos robustos y experimentados mecánicos. Había hecho todo lo que estaba en mis manos, y ya sólo me quedaba esperar que hubiera llegado a tiempo.



Al parecer, el tunante que había contratado huyó precipitadamente, gritando con la mirada enloquecida, poco después de llevar a cabo su segundo viaje en busca de hielo; quizá como resultado de un exceso de curiosidad. Desde luego, él no podía haber cerrado la puerta con llave tras huir precipitadamente; y sin embargo ahora estaba atrancada, presumiblemente desde el interior. No se oía el más mínimo sonido dentro, excepto una especie de goteo parsimonioso, indefinible y espeso. Tras proteger nuestras narices con sendos pañuelos, accedimos temblorosos a la detestable habitación meridional que resplandecía inundada del cálido sol de primeras horas de la tarde.





Había una especie de rastro oscuro y viscoso que iba desde la puerta abierta del baño hasta la del vestíbulo, y de ahí al escritorio, donde se había formado un terrorífico charco. Alguien había estado garrapateando con un lápiz empuñado por una mano repugnante y ciega sobre un papel horriblemente manchado, como si hubiera estado en contacto con las garras que trazaron apresuradamente las últimas palabras. El rastro se dirigía luego hacia el sofá, donde terminaba indescriptiblemente.





Existen ciertas cosas sobre las que es mejor no preguntarse nada, y lo único que puedo afirmar es que odio el olor del amoniaco y que me siento desfallecer cuando soy sacudido por una corriente de aire inusitadamente fría.
«Ha llegado el fin — rezaban aquellos asquerosos garabatos —. No hay más hielo… el hombre me vio y ha echado a correr. El calor aumenta minuto a minuto, y los tejidos ya no pueden soportarlo. Supongo que lo sabe… todo lo que dije acerca de la voluntad, del sistema nervioso y de la conservación del cuerpo cuando los órganos vitales han dejado de funcionar. Era una buena teoría, pero no podía mantenerse eternamente. No tuve en cuenta el progresivo deterioro. El doctor Torres lo sabía, y la impresión acabó con su vida. No pudo resistir la tarea que se vio obligado a ejecutar: tuvo que introducirme en un lugar extraño y tenebroso, cuando cumplió lo que yo le había pedido en mi carta y consiguió curarme. Pero los órganos no volvieron a funcionar. Tenía que hacerse a mi manera — conservación artificial —; ¿lo entiende?, pues fallecí en aquel momento, dieciocho años atrás».


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