martes, 4 de mayo de 2021

U-29 [Reseña | Cómic]

 U-29.
Edición nacional/ España: Julio 2007 (Aleta Ediciones).
Guión: Rotomago.
Dibujo: Florent Calvez.
Entintado: Florent Calvez.
Color: Florent Calvez.
Texto original: H.P. Lovecraft 1920.


Me ha gustado tanto la historia y me encontré (o me encontró) este cómic, fiel a la historia que he decidido hacer un collage entre ambos: los fragmentos de texto van acompañados de algunas viñetas. Disfruta del miedo de la llamada.

(Manuscrito encontrado en la costa de Yucatán).

La tarde del 18 de junio, tal y como fue transmitido por radio al U-61 con destino a Kiel, torpedeamos al carguero británico Victory, en ruta de Nueva York a Liverpool, coordenadas: 45° 16’ latitud norte, 28° 34’ longitud oeste, permitiendo que la tripulación abandonara el carguero en los botes salvavidas, a fin de obtener una buena filmación de la escena para los archivos del Almirantazgo. El buque se hundió de la manera más vistosa: primero la proa, mientras la popa surgía hacia lo alto desde el agua, y luego se fue a pique perpendicularmente, camino del fondo oceánico. Nuestra cámara no perdió detalle, y lamento que tan valiosa filmación no llegue jamás a Berlín. Después hundimos los botes salvavidas a cañonazos y nos sumergimos.

Cuando volvimos a emerger a la superficie, hacia el atardecer, encontramos en la cubierta el cuerpo de un marinero con las manos aferradas a la barandilla de curiosa manera. El pobre diablo era joven, más bien moreno, y muy apuesto; seguramente se trataba de un italiano o griego y, sin duda, pertenecía a la tripulación. Evidentemente, había buscado refugio en el mismo navío que se había visto obligado a destruir el suyo… una víctima más de esta injusta guerra que los perros ingleses mantienen contra la Patria. Mis hombres registraron sus pertenencias, y descubrieron en el bolsillo de su chaquetón un trozo de marfil de insólita talla que representaba una cabeza juvenil con una corona de laurel.


Al día siguiente, se creó una situación harto problemática debido a las dolencias de algunos hombres de la tripulación. Resultaba evidente que sufrían cierta tensión nerviosa a causa del prolongado viaje, y todos habían tenido pesadillas. Algunos parecían completamente aturdidos e idiotizados y, tras comprobar personalmente que su enfermedad no era fingida, les eximí de sus obligaciones. El mar estaba algo encrespado, de manera que descendimos a una profundidad en la que el oleaje resultaba menos molesto.

Lo que más nos inquietaba eran las cosas que decía el contramaestre Müller, cada vez más extrañas según se iba acercando la noche. Se hallaba en un estado lamentable y pueril, balbuceaba acerca de unos seres muertos que pasaban por delante de las portillas sumergidas, de cadáveres que le miraban fijamente y que él reconocía a pesar de estar completamente deformados, ya que juraba haberlos visto ahogarse en alguna de nuestras victoriosas acciones germanas.

La semana siguiente estuvimos todos muy nerviosos, siempre al acecho del Dacia. La tensión se incrementó tras la desaparición de Müller y Zimmer, quienes, sin lugar a dudas, se suicidaron a causa de los miedos que parecían atormentarles, aunque nadie les vio saltar por la borda. Casi me alegraba de la ausencia de Müller, pues hasta su mutismo tenía un influjo pernicioso sobre la marinería.

La explosión que aconteció en la sala de máquinas a las dos de la tarde, nos pilló completamente por sorpresa. No se había observado ninguna anomalía en la maquinaria ni negligencia por parte de los hombres y, sin embargo, el navío se estremeció de punta a punta, e inesperadamente, a consecuencia de una sacudida colosal. El alférez de navío Klenze fue corriendo a la sala de máquinas, y descubrió que el depósito de combustible y casi todos los mecanismos se hallaban destrozados, y que los maquinistas Raabe y Schneider habían muerto de manera instantánea. Nuestra situación era verdaderamente grave, pues, aunque los regeneradores químicos de aire se hallaban intactos y podíamos utilizar los dispositivos de inmersión y emersión, y abrir las escotillas para reabastecernos de aire y recargar las baterías, nos resultaba imposible propulsar ni gobernar el submarino.

Al atardecer, una nutrida bandada de aves marinas apareció por el sur, y el océano comenzó a agitarse fatídicamente. Cerramos las escotillas y esperamos los acontecimientos, hasta que comprendimos que debíamos sumergirnos para evitar que el creciente oleaje nos mandase a pique. Cada vez contábamos con menos aire y electricidad, y queríamos evitar el uso innecesario de nuestros escasos recursos mecánicos; pero en este caso no había otra opción. No descendimos mucho, y cuando el mar se calmó algo, unas horas después, decidimos volver a la superficie. Pero entonces surgió otro inconveniente, pues el navío se negaba a responder al rumbo marcado pese a todos los esfuerzos de los mecánicos.

Klenze y yo solíamos dormir en turnos diferentes, y fue durante mi turno, sobre las 5 de la mañana del 4 de julio, cuando se declaró un motín generalizado. Los seis cerdos marineros que quedaban, creyendo que estábamos perdidos, estallaron súbitamente en una furia incontrolable por habernos negado a rendirnos al buque de guerra yanqui que avistamos dos días atrás, y se habían entregado a un delirio de maldiciones y destrucción. Aullaban como los animales que eran, y rompían indiscriminadamente muebles y maquinarias, gritando estupideces sobre una maldición que hechizaba la estatuilla de marfil, y acerca de la mirada que les había lanzado el joven y moreno muerto antes de desaparecer nadando.  El alférez de navío Klenze parecía petrificado e inoperante, como era de esperar de un renano débil y afeminado. Me deshice a tiros de los seis marineros, ya que era inevitable, y me aseguré de que ninguno quedara con vida.


Arrojamos sus cadáveres por la escotilla doble y nos quedamos solos a bordo del U-29. Klenze parecía muy nervioso y bebía sin cesar. Con el paso del tiempo, Klenze y yo llegamos a la conclusión de que seguíamos siendo arrastrados hacia el sur, a la vez que nos hundíamos cada vez más. Observamos la fauna y flora marina, y leímos mucho sobre el tema en los libros que me había llevado para mis ratos de ocio. No pude menos que registrar, sin embargo, la inferior preparación científica de mi compañero. No gozaba de la típica mentalidad prusiana, y se daba con facilidad a fantasías y especulaciones sin valor alguno.

El 9 de agosto avistamos el fondo oceánico y proyectamos un poderoso haz de luz sobre él. Se trataba de una llanura inmensa y ondulada, cubierta casi por completo de algas, y salpicada de conchas pertenecientes a un pequeño molusco. Aquí y allá se veían objetos viscosos de contornos desconcertantes, cubiertos de algas e incrustados de percebes, que Klenze afirmaba eran antiguos buques hundidos reposando en sus lechos de muerte. Había una cosa que lo desconcertaba especialmente: un vértice de materia sólida, que emergía casi un metro y medio sobre el fondo del océano, de unos setenta centímetros de grosor, con los lados planos y las lisas superficies superiores dibujando un ángulo muy obtuso.



A las 3.15 de la tarde del 12 de agosto, el pobre Klenze se volvió completamente loco. Había estado en la torre de mando con el proyector encendido, cuando le vi entrar en el compartimiento de la biblioteca, donde yo me hallaba sentado leyendo, y su cara le traicionó en el acto. Repetiré aquí lo que dijo, haciendo hincapié en las palabras que recalcó: «¡Él está llamando! ¡Él está llamando! ¡Le oigo! ¡Tenemos que ir!». Mientras hablaba cogió la estatuilla de marfil de encima de la mesa, se la metió en el bolsillo, y me agarró del brazo con la pretensión de llevarme escaleras arriba, hacia la cubierta. Al instante comprendí que su intención era abrir la escotilla y hacer que ambos nos lanzáramos al agua; obsesión caprichosa y suicida que no estaba dispuesto a consentir. Así que, mientras él subía por la escalerilla, yo me aproximé a las palancas y, midiendo los intervalos adecuados de tiempo, accioné el mecanismo que lo enviaría a la muerte. Tras comprobar que ya no se encontraba a bordo del submarino, proyecté el foco luminoso alrededor del agua, con la esperanza de ver por última vez el cuerpo de Klenze, y comprobar si era aplastado por la presión marina, como en teoría tenía que ocurrir.

Al día siguiente ascendí a la torre de mando e inicié las habituales observaciones con el reflector. Hacia el norte el paisaje resultaba tan monótono como el que contemplamos por primera vez desde que llegamos al fondo marino, pero noté que la deriva del U-29 era menos rápida. Cuando dirigí el haz de luz hacia el sur, noté que la superficie del océano descendía abruptamente y que había unos bloques de piedra curiosamente regulares en ciertos sitios, como si estuvieran colocados en un orden concreto. Lo que vi fue una vasta y complicada serie de edificios en ruinas, poseedores de una arquitectura magnífica, aunque inclasificable, y en diferentes estados de conservación. La mayoría parecían estar construidos en un mármol que emitía destellos blanquecinos bajo los rayos del reflector, y el trazado general correspondía al de una inmensa ciudad enclavada en el fondo de un estrecho valle, con numerosos templos y villas diseminados por las laderas superiores. Los tejados se habían hundido y las columnas estaban deshechas, pero aún reinaba una atmósfera de vetusto e inmemorial esplendor que nada podía anular.


Enfrentado al fin a la Atlántida, a la que antes había considerado un mito, me sentí el más ávido de los exploradores. Por el fondo del valle había fluido un río en otro tiempo, ya que, al examinar la escena con mayor detenimiento, descubrí las ruinas de unos puentes de piedra y mármol, diques, terrazas y terraplenes que antaño fueron verdes y hermosos. Entusiasmado, llegué a sentirme tan idiota y sentimental como el pobre Klenze, y no me di cuenta hasta más tarde de que la corriente del sur había cesado, dejando que el U-29 bajara lentamente hacia la ciudad sumergida de la misma manera que un aeroplano desciende sobre cualquier ciudad del mundo terrestre.

Unas dos horas después, la nave se posó en una plaza pavimentada junto a la pared rocosa del valle. Por un lado podía ver la ciudad entera que descendía desde la plaza hasta el viejo lecho del río; por el otro, sorprendentemente cerca, me encontré ante la fachada, en perfecto estado de conservación, de un enorme edificio ricamente ornamentado, que, con toda seguridad, debía ser un templo excavado en la sólida roca. La calidad artística es de una perfección prodigiosa, de clara influencia helénica, aunque dotado de una extraña personalidad. Difunde una sensación de terrible antigüedad, como si fuera el más remoto antecesor del arte griego. No me cabe duda de que todos los detalles de esa obra exquisita están esculpidos en una ladera de roca virgen de nuestro planeta. Se hace palpable una parte de la pared del valle, aunque me resulta imposible imaginar cómo fue excavado su inmenso interior. Quizá una gruta, o una serie de cavernas, configuraran su núcleo. Ni el tiempo ni la inmersión han sido capaces de deteriorar la prístina magnificencia de este templo terrible —porque sin duda se trata de un templo—, y aun hoy, miles de años después, reposa inmaculado y virgen en la noche interminable y en el silencio del abismo oceánico.


Desempolvé y examiné un traje de buzo de metal articulado, y probé la luz portátil y el regenerador de aire. Aunque tendría problemas a la hora de manipular la doble escotilla solo, pensé que podría salvar todos los obstáculos gracias a mi destreza científica, y que finalmente sería capaz de caminar en persona por aquella ciudad muerta. El 16 de agosto efectué una salida del U-29, y progresé con dificultad, entre calles fangosas y en ruinas, hacia el antiguo río. No me tropecé con esqueletos ni otros restos humanos, pero recopilé una fortuna arqueológica en esculturas y monedas. No puedo referirme ahora a todo este material, sino para expresar mi espanto ante esta civilización que se encontraba en su mayor apogeo cuando los cavernícolas vagabundeaban por Europa, y el Nilo fluía totalmente desierto hacia el mar.

Es más, por primera vez en toda mi vida experimenté la emoción del miedo. Empezaba a comprender por qué Klenze había llegado a ese estado emocional y, mientras aumentaba la atracción que el templo ejercía sobre mi persona, se iba apoderando de mí un terror ciego y creciente por sus abismos acuáticos. Tras regresar al submarino, apague las luces y me senté a meditar en las tinieblas. Tenía que ahorrar electricidad para posibles emergencias.

La noche del sábado no pude dormir, y encendí las luces sin importarme lo que pasara después. Resultaba desesperante que la electricidad no fuera a durar lo mismo que las provisiones o el aire. La eutanasia volvió a rondarme la mente, y examiné mi pistola. Cerca del amanecer debí de quedarme dormido con las luces encendidas, pues ayer por la tarde desperté sumido en tinieblas y vi que las baterías se habían agotado. Encendí varias cerillas en rápida sucesión, y me desesperé tristemente de la imprevisión que nos había llevado a gastar las pocas velas que llevábamos. Después de consumirse la última cerilla que osé encender, permanecí sentado muy quieto en medio de la oscuridad. Mientras pensaba en el fin inevitable, mi cerebro se detuvo en los últimos acontecimientos, y entonces fui consciente de una impresión, hasta ahora oculta, que hubiera hecho estremecer a un hombre más débil y supersticioso. La cabeza del dios radiante que sobresalía entre las esculturas del templo de roca es idéntica al trocito de marfil tallado que el marinero muerto había tomado del mar y que el pobre Klenze devolvió después. Me quedé algo sorprendido ante esta coincidencia, mas no sentí un miedo especial. Sólo el pensamiento inferior se apresura a explicar lo singular y lo complejo mediante el recurso primitivo de lo sobrenatural.

Sería conveniente que el lector no diese por cierto todo lo que a continuación sigue, ya que los hechos trascienden las leyes de la naturaleza y son, necesariamente, creaciones subjetivas e irreales de una mente sobreexcitada. Al llegar a la torreta de mando, descubrí que el mar estaba mucho menos luminoso de lo que había previsto. No existía ninguna fosforescencia de origen vegetal o animal, y la ciudad que descendía hacia el río estaba oculta en las tinieblas. Lo que contemplé no resultaba en absoluto espectacular, tampoco grotesco ni aterrador, pero acabó con el último vestigio de confianza en mis razonamientos. Pues la puerta y los ventanales del templo subacuático esculpido en la colina rocosa se encontraban vívidamente iluminados por un resplandor titilante, como si procediese de los fuegos poderosos de un altar erigido en su más profundo interior.

El impulso de acceder y explorar el templo se ha convertido ahora en un mandato inexplicable e imperioso al que, finalmente, no puedo negarme. Mi voluntad germánica ya no es capaz de controlar mis actos, y el libre albedrío sólo es posible ahora en cuestiones sin importancia. Semejante locura llevó a la muerte al pobre Klenze, sin escafandra ni protección alguna en el océano; pero yo soy prusiano y hombre con sentido común, y haré uso hasta el fin de la poca voluntad que me queda. Cuando comprendí que estaba condenado a ir, preparé el traje de buzo, la escafandra y el regenerador de aire para que estuvieran disponibles al instante; acto seguido comencé a escribir esta crónica apresurada con la esperanza de que algún día llegue al exterior. Meteré el manuscrito en una botella sellada y lo arrojaré al mar en cuanto abandone el U-29 por última vez. Esa risa demoníaca que escucho mientras escribo tan sólo es un producto de mi debilitado cerebro. Así que me pondré el traje de buzo con sumo cuidado, y subiré con audacia los peldaños que conducen a ese santuario primordial, a ese silencioso misterio de las profundidades insondables y de los tiempos inmemoriales.


Luces estrobo en mi cabeza.


Más información de este cómic.


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